No tengo la pretensión de teorizar, ni siquiera de ser riguroso. Pero leo a Martín Caparrós, en El Interior: “Hay veces en que tengo, todavía, que preguntar alguna cosa. Pero son las menos: los argentinos hablan, quieren hablar.” Dice él y me acuerdo, de golpe, de la forma que tomaban las entrevistas hechas por Fabián Polosecki. Me choca, inevitablemente, con lo que se ve y se escucha ahora, incluso, a veces, con lo que se lee.
No sé si la forma que tiene Caparrós de encarar el reporteo para una crónica es anterior, posterior o simultánea a lo poco que en televisión pude ver de Polosecki, pero son modos bastante similares. Con una edición sencilla, austera —que se extraña ante tanto videoclip y efecto en postproducción— sus programas mostraban entrevistas en las que sus silencios eran fundamentales, donde las preguntas se acercaban de a poco al personaje, le sacaban sus cáscaras de a una hasta llegar al centro, a los sentimientos tal vez. Claro, cuando se llegaba a esa instancia no siempre el entrevistado se mostraba en palabras, a veces era sólo una mirada que el silencio permitía observar.
Digo, la frase en El Interior me retrotrajo a eso y, también, me hizo notar, otra vez, su contraparte: la pregunta desenfrenada, atolondrada, que quiere ya, en el instante, lograr lo que se está buscando. A veces, confirmar una idea o un prejuicio. En este caso, el cuestionamiento repetido hasta el hartazgo es el “¿qué sentís?”, en sus diferentes variantes de persona y tiempo verbal. Con dos palabras se pretende conseguir “la imagen” y “la declaración”.
Hay un ejemplo que todavía recuerdo. Fue en el programa La Liga, el año pasado. Tartagal, en Salta, era arrasada por un río que las lluvias hicieron incontrolable. Su cauce se había llevado varias casas y parte de la ciudad estaba inundada. Muchos evacuados, algunos que vieron cómo sus viviendas se derrumbaban cuando el río les arrancaba los cimientos, estaban en escuelas. A una de ellas llegaron dos cámaras con María Julia Oliván. Desde que entró no hizo más que relatar, en una clara redundancia, lo que las imágenes mostraban: ropa tendida, ollas, colchones en el piso. Una de las entrevistas fue con un chico —siete, ocho, no más de diez años— que contaba cómo vio a su casa venirse abajo en una crecida. Después del relato, su gesto mantenido en un primer plano por unos segundos hubiese sido suficiente para convocar las lágrimas en el más cínico. Pero la periodista debía cumplir su función, ir más allá: “¿Y vos qué sentiste?”. Así, rompió el silencio, el clima, para obtener la respuesta obvia.
Dijeron algo…