Creemos que al tipo ya no le importa nada. Lo comprobamos una y otra vez. Todo le da lo mismo: un título mentiroso, una nota inflada, un chivo, una operación de prensa. No distingue. Y suponemos, empezamos a pensar, que no es adrede. No lo hace para conseguir pauta ni un sobre que aparecerá registrado en la contabilidad de una empresa como gastos de representación, por ejemplo, ni para lograr más ventas porque la nota aquella tiene un título escandaloso, no. Lo hace porque no le importa. Indiferencia nomás. Porque alguna vez, hace mucho, pidió un título que –como diría Julio Blank (ver La crisis causó 2 nuevas muertes)– «no dice la verdad», alguien le dijo sí señor y lo escribió. Porque en otra oportunidad sugirió que mejor «no le peguen mucho a Fulano», y otro pensó que Fulano no tiene una sola pauta pero vaya uno a saber y se tragó una puteada para después cumplir con la sugerencia. Así el sistema se puso en funcionamiento para que los engranajes se muevan aun hoy. Ahora ya no necesita pedir nada. La inercia lleva a que tenga sus deseos cumplidos antes de que aparezcan. Pero el deseo también desapareció. O nosotros creemos eso. Que ya no hace, o mejor, no deja hacer, por cumplir con su deseo sino porque la máquina empezó a funcionar y tampoco hay un motivo para detenerla. Entonces, cuando nos convencemos de que es así, de que no le importa nada, ni la mentira ni la tergiversación, pero tampoco el rigor, los errores ni la estupidez, se nos acerca y en el momento menos esperado, cuando está claramente fuera de lugar, nos suelta un «hay cosas que periodísticamente me dan vergüenza». Nos asombramos, nos sentimos equivocados. Pensamos que entonces sí le importaba, que se daba cuenta, que no era tan indiferente. Que hay cosas que sí le dan vergüenza, una vergüenza periodística. Por un instante, sólo por un instante, le creemos.
Dijeron algo…